Antes de
conocer a Sofy compré un recipiente ya preparado para crecer la hierba. Según las instrucciones tenía que
echar agua hasta el borde del recipiente, dejarlo al sol y en cinco días
tendría un precioso terrazo de hierba. Pero hasta los ocho días no empezó a
crecer nada.
A los diez
días, con unos cinco centímetros de hierba, lo retiré de la poyata de la
ventana y se lo puse a Sofy en un rincón del comedor. Tras acercarse a ver qué
era aquello y olerlo dos o tres veces, se decidió a arrancar con la boca una
hoja y comérsela.
Sofy mordisqueando las ramas de hierba de la maceta. |
Durante más de
un mes Sofy comió hierba fresca dos o tres veces al día. Dos veces por semana
echaba casi un vaso de agua para mantenerla. Llegó a alcanzar unos 15 cm de altura. Hasta que,
para mi sorpresa, comenzó a amarillear. En una semana las hojas perdieron casi
por completo el verde.
Observé la
planta: En su superficie visible había una fina capa blanquecina, parecida a
una tela de araña. Removí la tierra y esa sustancia blanquecina dominaba dos de
los cinco centímetros de profundidad. Arrojé la planta a la basura, convencido
de que se había podrido por exceso de humedad, y que aquella sustancia blanca
podía ser un hongo o producida por un hongo.
Sofy no pareció
echar en falta la hierba.
Unos días más
tarde de retirar el recipiente de hierba, leí que había que proporcionársela a
los gatos sólo tres o cuatro días cada dos o tres meses, y no de forma continua
como yo se la había dado; entre otras cosas porque les puede producir diarrea
su consumo en exceso.
En cuanto a la
planta, había que pulverizar las hojas con agua dos veces por semana, sin
ahogarla como hice yo. En fin, de los errores también se aprende.
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